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La continuidad de la legitimidad franquista en la Constitución de 1978

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Ernesto Aguilar López | Secretario General de Unión Republicana

La historia constitucional española es un espejo en el que la democracia puede reconocer su avance o contemplar su traición. Y en ese reflejo, el contraste entre la Constitución republicana de 1931 y la monárquica de 1978 revela una verdad incómoda: la actual Carta Magna nació atrapada en la herencia de la dictadura franquista, mientras que la de 1931 fue, y sigue siendo, el primer texto verdaderamente democrático de nuestra historia.

La Constitución de 1931 representó la llegada de la modernidad política a España. Fue fruto de la voluntad popular, expresada libremente en las urnas, y no la continuidad de privilegio alguno. En ella nació la igualdad política plena y sin restricciones. El sufragio universal, sin excepción entre hombres y mujeres, lo que situó a España a la vanguardia de las democracias más avanzadas de Europa. La Jefatura del Estado, electa y sujeta a las leyes, rompía con siglos de absolutismo monárquico y tiranía. El Estado se proclamó laico, y la educación dejó de estar sometida a viejas tutelas confesionales. La separación de poderes aspiró a ser efectiva, y los derechos sociales entraron por primera vez en el constitucionalismo español como pilares de justicia y dignidad.

Todo ello hundía sus raíces en un principio que la Constitución de 1931 convirtió en bandera indiscutible: todos los poderes del Estado emanan del pueblo. Ninguna familia, ningún linaje, ninguna inviolabilidad por derecho de sangre podía prevalecer sobre la soberanía ciudadana. Fue ese el auténtico salto al constitucionalismo democrático contemporáneo.

Pero la democracia fue arrancada de raíz en 1936 mediante el crimen y una traición histórica: un golpe militar contra un gobierno legítimo. El franquismo anuló la legalidad republicana, destruyó las libertades públicas e impuso un orden construido sobre el miedo, la represión y la negación de derechos. Durante cuatro décadas, España dejó de ser una nación de ciudadanos para convertirse en una propiedad del dictador y su camarilla.

Cuando llegó la Transición, se vendió como una recuperación de la democracia. Y, sin embargo, lo que jurídicamente se produjo fue una continuidad pactada con el pasado. Juan Carlos I accedió a la Jefatura del Estado no porque así lo decidiera el pueblo español, sino por voluntad del dictador Franco. Cabe recordar que Juan Carlos manifestó: “Recibo de su excelencia el generalísimo Franco la legitimidad política surgida en 1936”, es decir, recibió una legitimidad de carácter golpista. Posteriormente, la Ley para la Reforma Política de Adolfo Suárez actuó como puente sin ruptura, y la Constitución de 1978 consolidó una monarquía hereditaria, vitalicia e inviolable, blindada como precio del consenso con las élites del régimen anterior.

Por otra parte, los partidos republicanos que, desde el exilio, defendían la legitimidad constitucional de 1931 y sus instituciones, no fueron legalizados en 1977 y, por tanto, no pudieron concurrir a las primeras elecciones generales de la Transición, entre ellos, Acción Republicana Democrática Española (ARDE) en la que estaba integrada nuestro partido Unión Republicana (UR). Por ello, nunca se preguntó a la ciudadanía si quería monarquía o república. La opción republicana, la única que podía reivindicar la legitimidad interrumpida en 1936, quedó excluida del diseño del nuevo Estado.

Ese origen espurio revela el vínculo jurídico y simbólico que une la Constitución de 1978 con el régimen anterior: se transitó de la dictadura a una monarquía parlamentaria sin restaurar la legitimidad democrática suprimida por el golpe de 1936. La Transición ni fue pacífica ni fue modélica. España consiguió libertades y derechos esenciales en 1978, es indiscutible. Pero lo hizo a un elevado coste con guerra sucia y corrupción, manteniendo intactas instituciones, tribunales y privilegios heredados del franquismo, sin depuración de responsabilidades, sin verdad y sin justicia para las víctimas. No hubo tribunales que juzgaran el golpe de Estado de 1936 ni los crímenes de lesa humanidad que perpetró la dictadura franquista. No hubo justicia ni reparación del patrimonio que el franquismo convirtió en botín. Tampoco hubo justicia para los bebés robados.

Lo que sí hubo fue un pacto de silencio: impunidad para los golpistas y verdugos, olvido y cunetas para quienes defendieron la libertad y la democracia. Hoy, miles de ciudadanos siguen todavía allí, esperando que el Estado les reconozca algo tan elemental como su derecho a descansar con dignidad. Es en ese silencio donde se revela la gran asignatura pendiente de la nación española: recuperar una soberanía plenamente democrática.

Esa es nuestra anomalía constitucional: la democracia se construyó aceptando la herencia de un régimen ilegítimo y dictatorial. Por eso la carta otorgada de 1978, pese a sus concesiones democráticas, no puede presentarse como la culminación del constitucionalismo español, sino como un paso intermedio. La monarquía parlamentaria que consagra no es fruto de la voluntad soberana, sino de la necesidad política de una transición sin sobresaltos para las élites franquistas.

Si la Transición optó por la continuidad franquista y la tutela heredada, el futuro exige la restitución de la República y la recuperación íntegra de la soberanía popular. Y ese camino pasa, inevitablemente, por reconocer que la legitimidad democrática republicana, truncada por un golpe de Estado fascista, sigue perteneciendo al pueblo español. Desde Unión Republicana afirmamos que la República no es una nostalgia ni un gesto romántico: es la expresión constitucional de un principio que España consagró en 1931 y que continúa siendo imprescindible hoy.

Por ello, consideramos que la Constitución de 1931 no es un vestigio histórico, sino una referencia viva de hasta dónde pudo, y puede, llegar la democracia española cuando nadie decide por encima del pueblo. Nuestra historia dejó un proyecto democrático interrumpido. Y el porvenir señala, con la claridad de lo justo, la misma dirección: la República como forma plena de democracia, sin tutelas heredadas.



 

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