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¿Cuánto vale la palabra?

Romance

Alfonso J. Vázquez Vaamonde | Presidente de Unión Republicana

Hice mi carrera en Santiago. Por entonces decíamos que era una aldea con Cardenal y Rector. En su maravilloso parque de la Herradura todos los jueves había mercado. Lo más vistoso era ver como se probaba un caballo. El comprador sedaba una breve carrerita arriba y abajo y si al final se acordaba la compraventa se daban la mano ¡y en paz! Ahora Santiago es ya más cosmopolita; ha crecido mucho y no ha sido de las ciudades más destrozadas por la especulación, aún tiene su encanto, aunque haya perdido la feria jupiterina de los jueves.

Cuando vuelvo por mi tierra me gusta ir a alguna feria al aire libre; aún existen, como en toda España; o a alguna en Portugal. Recomiendo la de Barcelos; es un paseíto agradable en coche; no está muy lejos del Miño y espero que se siga celebrando. Al pie del castillo medieval se puede comprar ropa interior de señora al lado de donde se vende una vaca; y más allá un apetitoso ananás o uno de esos yugos maravillosamente labrados para carros de bueyes que estaban de moda como cabeceros de cama. Un humilde y sabroso “figado encebolado” (hígado con cebolla) regado con vino blanco del país es uno de mis platos preferidos.

El valor de la palabra fue algo que siempre tuvo mucha importancia. Entre la gente del campo, en la ciudad siempre hay más malandrines, era algo equivalente a lo incorruptible. Casi como si fuéramos protestantes que ellos no tiene ese sacramento de la penitencia de que tanto se abusa. Si no hay un mínimo de enmienda la absolución no sirve para nada. Sospecho cuantas sorpresas se van a llevar tantos cuando se mueran. Todos creen que Dios es infinitamente misericordioso y no lo niego yo, pero a la vez es infinitamente justo; y a poco que se aplique, ¡puede ser terrible!

Porque una cosa era lo que se decía cuando jugabas al domino: “vigiarás con esmero al señor del lapicero” y otra cosa era no respetar la palabra dada. El crédito perdido era irrecuperable. Ni en tu municipio ni en todos los limítrofes nadie cerraba un trato contigo si no era dinero en mano.

Hoy estamos asistiendo a la desvalorización dela palabra. Lo de que “donde digo digo, digo Diego” ya hasta da risa. Ahora “donde digo digo, digo Wenceslao” y aquí no ha pasado nada. ¡Adelante con los faroles! Es decir, con la campaña electoral.

Lo mejor es tener un “asesor de imagen”, a ser posible con un máster en el extranjero, que en todas partes cuecen habas. Es una profesión triste. En román paladino, “en el que el pueblo habla a su vecino” que diría Gonzalo de Berceo, se dice “estafador”, pero en ingles disimula mucho más; se dice “image consultant” y no se nota nada lo que significa. La última versión consiste en decir la mitad de las veces una cosa y la otra mitad la contraria. De ese modo la mitad de las veces respetas tu palabra al 50 %, no está nada mal, pero la ventaja es que además la otra mitad de las veces puedes decir que has aprendido y por eso has cambiado de opinión. Aunque siendo todo tan claro y público, ¿podemos hablar de estafa?

Un colega que defendía de oficio a un estafador profesional, pero de poca monta me conto que antes de finalizar la vista le preguntó S. Sª si tenía algo que añadir a los sus intentos infructuosos de rebajarle algo la pena, era una estafa de libro, con la sinceridad que nace del descaro profesional, pidió clemencia en estos términos; “pido una sentencia mínima; este individuo es un provocador; tuve que contenerme; ni se imagina Vd. lo que estaba dispuesto a tragar: ¡todo!; lo que le hhecho es casi como una obra de misericordia; una clase particular para ver si así espabila; porque como caiga en manos de otro con menos escrúpulos que yo, ¡va dado!”

Mi amigo se quedó de piedra. S. Sª se lo tomó a mal. A la salida le riñó: “¡pero hombre!, ¿cómo se le ha ocurrido decir eso?; me ha estropeado todo mi trabajo intentando que le bajara algo la pena”. “No si yo se lo agradezco; y además estuvo Vd. muy bien!”, le dijo; “pero se le notaba que me iba poner la máxima”. “Lo mismo le hace gracia y me baja algo por ser sincero”, añadió.  No se la hizo; le puso la máxima.

En el fondo no dejaba de tener razón: hoy el súbdito hace al rey. El que vota al que sabe que va abusar no se queja. Nos quejamos los demás; pero si somos menos o no votamos, ¡ajo y agua! Decía Costa en el S. XIX: “escuela y despensa”. ¿Volveremos?

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