El 21 de junio de 1977, se disolvía el Gobierno de la II República Española en el Exilio a través de una Nota Oficial rubricada por el presidente de la República Española, José Maldonado y el presidente del Gobierno Fernando Valera. Días después, Fernando Valera publicaba un Mensaje de Despedida, que reproducimos a continuación:
MENSAJE DE DESPEDIDA, por Fernando Valera
Los
hombres mueren, las ideas quedan. No han logrado matarlas jamás ni la traición,
ni el hierro, ni el escándalo, ni siquiera los crímenes cometidos a su sombra.
Viven más que sus vencedores; y, aun vencidas, miran el trono de los que creen
estar sentados sobre sus ruinas. Como el germen de las plantas, brotan a través
de la misma tierra que les da por sepulcro.
Francisco Pi y Margall.
Presidente de la primera República Española
Mensaje de despedida a los
centros republicanos españoles de todo el mundo y a los representantes
diplomáticos oficiales y oficiosos, colaboradores y corresponsales del último
Gobierno de la República Española en Exilio.
Recientemente les envié la
Nota Oficial que Don José Maldonado y yo redactamos, ejerciendo por última vez
las funciones de Presidente de la República y del Gobierno en Exilio, para dar
por terminada la misión histórica que nos habíamos impuesto. Reorganizáronse
las Instituciones republicanas en 1945, en México, con el fundamental designio
de devolver a España la soberanía que le fue arrebatada en 1936-39 por la
rebelión franquista y la intervención extranjera. Durante casi cuarenta años
nuestra patria había sido una vez más una nación
secuestrada, como dijera el ilustre repúblico Don Vicente Blasco Ibáñez en
tiempos de Alfonso XIII y Primo de Rivera.
El último Gobierno de la
República en Exilio, que me tocó el alto e inmerecido honor de presidir,
manifestó paladinamente en su declaración inicial, y lo reitero luego en
sucesivos documentos, que no aspiraba a gobernar en España, sino a que España
pudiera, libremente, elegir los hombres dignos que la gobernaran. Este designio
nacional que durante más de treinta años mantuvieron las Instituciones
republicanas
–casi a solas, puesto que los demás españoles, tanto del Gobierno como de la oposición, defendían preferentemente sus particulares ideologías o intereses de partido o de clase–, ha venido a ser el inevitable camino que ha habido que seguir para operar el tránsito de la dictadura a la nueva democracia; luego, en el terreno trascendental de los principios, las Instituciones republicanas han sido los verdaderos intérpretes del sentido de la historia. El día en que el Presidente Suárez habló de «devolver la soberanía al pueblo», estaba justificando, sin saberlo ni quererlo, la razón de ser de las Instituciones republicanas en exilio.
Hace muchos años que en
documentos de que ustedes guardaran memoria, fuimos los primeros en advertir y
denunciar la contradicción existente entre
un pueblo que es hoy más demócrata y progresivo que nunca y un régimen empeñado
en perpetuar el Estado anacrónico salido de la guerra civil y en frenar o
desviar la evolución inevitable de España hacía la democracia libre, tal
como se entiende en la Europa occidental a la que España pertenece por determinaciones
de la geografía y de la historia. Y añadíamos, contradiciendo el pesimismo de
los desesperados, que «en las pugnas entre la sociedad y el Estado, a la larga,
es siempre la sociedad la que prevalece».
El propio General Franco
–a quien se le puede tachar de perfidia, pero no regatear cierto talento
político- lo había comprendido así, cuando en 1964 proclamó «la superioridad de
las formas occidentales» y decidió iniciar, sin mayor fortuna, el proceso
democratizador, recogiendo ese apremiante anhelo nacional, desgraciadamente no
para encauzarlo leal y valientemente, sino para demorarlo y desvirtuarlo, ya
que fuere imposible ignorarlo ni detenerlo, escribíamos entonces, y añadíamos:
«El régimen franquista está condenado a diluirse en una democracia libre –a mi juicio en una democracia
republicana– que con otros hombres y
con otras leyes no será sino lo que quiso ser, y no le dejaron ser, la
República de 1931». Les remito a mi libro Ni
Caudillo ni Rey: República –todavía
prohibido en España– en que se recogieron
diversos documentos donde se prevé, propugna y encauza el inevitable tránsito
de España a la democracia libre.
Me prometo redactar y
enviar a ustedes más adelante un informe circunstanciado recogiendo las
sucesivas declaraciones de las Instituciones republicanas, que demuestran la
previsión y acierto de quienes las representaron y dirigieron. El alcance del
presente escrito es más modesto e inmediato, porque no estoy en condiciones
físicas ni mentales para acometer ahora ese trabajo; me limitaré a expresar en
este Mensaje mi gratitud a cuantos generosamente me honraron con su eficaz
colaboración durante estos largos años de travesía por el desierto. Al declarar
cancelada la misión histórica que las Instituciones republicanas se impusieron,
quienes últimamente las personificamos, es decir, el Presidente Maldonado y yo,
nos complacemos en expresar públicamente nuestra gratitud a quienes nos
acompañaron en esta honrosa empresa que, desgraciadamente, no ha llegado al
puerto deseado: restablecer en España la vigencia de la Constitución
republicana, con los Estatutos de Autonomía de ella derivados, y al amparo de
una y otros, consultar la voluntad actual de la nación.
Sin duda, era el camino
más recto, justo, rápido y eficaz. Nos asistió la razón, pero nos faltó la
fuerza y el concurso de la opinión pública, quizás porque no tuvimos los medios
materiales que hoy se necesitan para ilustrarla y convencerla.
Paréceme también oportuno
aclarar que el acto de dar por terminada nuestra legitimidad institucional, no ha
sido una decisión que voluntariamente hayamos adoptado, ni menos una renuncia
al cumplimiento del deber, sino el simple reconocimiento de un hecho histórico.
Erróneamente, a nuestro
juicio, el pueblo español se ha avenido a expresar su voluntad actual concurriendo
mayoritariamente a una consulta electoral que no reunía las condiciones previas
de autenticidad, ni por el Poder ilegítimo que la convocaba, ni por el marco
legal en que había de desenvolverse; pero lo cierto es que el consenso general
de la opinión pública, quizás intoxicada por una hábil propaganda dirigida de
la prensa monarquizante, la ha aceptado como válida.
El Parlamento así elegido
es, pues objetivamente, una nueva legalidad de hecho y de derecho, que yo,
demócrata convencido, no puedo ni debo desconocer, en virtud de un criterio
subjetivo y carismático que suplantaría la voluntad expresa de la nación.
En pura doctrina
democrática, el pueblo es el único titular de la soberanía, y el que con su
consenso legitima las Instituciones, aunque a mi juicio personal se haya
equivocado concurriendo a las pasadas elecciones, y aún cuando éstas hayan sido
convocadas en el marco de una ley fabricada expresamente para escamotear la
auténtica voluntad de la nación. Pero mi criterio personal no puede honradamente
suplantar al voto inmensamente mayoritario del cuerpo electoral. El soberano es
el pueblo; quédese pues, el pueblo con su soberanía, que es la suya, y yo me quedaré a solas, una vez más, con mi
dignidad de ciudadano, con mi manera de entender el patriotismo, y con mi
lealtad a la República, porque estas prendas constituyen mi patrimonio personal
e intransferible, anterior y superior a todos los vaivenes de la política y a
todos los poderes del Estado.
El poder político depende
de los votos, pero la conciencia individual se basta a sí misma, y solo se
satisface con la aspiración a la justicia y con el logro de la verdad. La
humanidad entera, sostenida por el poder de los Papas y los Reyes, ilustrada
por la Universidad y servida por las hogueras de la Inquisición, se equivocaba
frente a un hombre solo, Galileo, al sostener que la tierra era plana e inmóvil
en el Centro del Universo.
A pesar de que el consenso
público ha dado por válida la consulta electoral prefabricada, el 15 de junio,
con una ley y un mecanismo concebidos para escamotear la pureza y
proporcionalidad del sufragio, con un electorado al que se le ha sustraído la
decisión fundamental sobre la forma del Estado, insuficientemente ilustrado
sobre la misma y sugestionado o hipnotizado por una propaganda parcial y
escandalosa, coaccionado, en fin, por la tácita amenaza de una posible
intervención de las Fuerzas Armadas, yo, personalmente, sigo creyendo que
España es, y mañana será, republicana. O no será nada.
Como dije ante la
emigración republicana española de México, congregada en torno al monumento que
ella misma erigió al General Cárdenas, hay un pasaje en la Vida de Don Quijote en el que el caballero de la Mancha se remonta
a cimas de sublimidad solo superables por el Eli, Eli, Limá Sabajzani del Calvario; es aquel en que, vencido,
derribado por el caballero de la Blanca Luna, con la punta de la lanza enemiga
entre los ojos, el vencedor le conmina a que confiese que «su dama, fuese quien
fuere, era incomparablemente más hermosa que su Dulcinea del Toboso». A lo que
Don Quijote replica: «Dulcinea del Toboso es la mujer más hermosa del mundo, y
yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que la flaqueza de mi
brazo defraude esta verdad; aprieta caballero, la lanza, y quítame la vida,
pues que me has quitado la honra». Permítaseme en esta hora triste de la
epopeya civil de mi patria, imitar el ejemplo del héroe cervantino, proclamando
que la República es el más hermoso de los
ideales políticos, y España el pueblo más desventurado de la tierra.
Ahora bien, como también
dije en aquella ocasión, yo ni pienso ni invito a nadie a que piense en
consolarse de su derrota transitoria, acogiéndose al sosiego de la vida
pastoril; antes bien, evoco, para que sirva de ejemplo y estímulo, un episodio
de la vida de Bolívar, que me dio a conocer el insigne demócrata venezolano Dr.
Simón Gómez Malaret (q.e.p.d). Es aquel en que, retirado El Libertador, tras
una grave derrota militar, al abrigo de los Andes, reducidas sus huestes a un
puñado de leales, alguien le pregunta: Y
ahora, ¿qué vamos a hacer? A lo que el héroe replica: Ahora, vencer. Y de ahí salió la libertad de América.
Yo invito a los
republicanos españoles a que sigamos el ejemplo de El Libertador, no cejando en
nuestra empresa hasta ver restablecida de veras en España la libertad y la
democracia, es decir, la República.
Y como los heraldos
antiguos, que anunciaban entre el clamor de los clarines la muerte del
soberano, yo me despido de mis amigos, correligionarios y colaboradores, exclamando:
La República ha muerto. Viva la República.
París, 1 de julio de 1977
FERNANDO VALERA.
Imp. La Ruche Ouvrière,
10, rue de Montmorency, 75003 París.