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Emilio Castelar o la patria, por Álvaro de Albornoz

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Emilio Castelar o la patria, por Álvaro de Albornoz.

En España la revolución, tantas veces iniciada como frustrada, no tiene una tradición, una continuidad, una trabazón lógica de los hechos y de las doctrinas, una sucesión intelectual que enlace los dispersos movimientos con los orígenes en una ordenación y una integración históricas. Es como si la revolución surgiera un día para morir al otro sin dejar rastro ni huella. Es la revolución meteoro, la revolución cometa, la revolución aerolito. El revolucionario español es el revolucionario suelto, el guerrillero de la revolución, como el soldado español castizo es siempre el guerrillero, el franco-tirador; como el pensador español castizo es siempre el solitario, el autodidacta, el hombre que lo descubre todo descubriéndose a sí mismo. El revolucionario de hoy no quiere saber nada del revolucionario de ayer. Y no se da cuenta de que eso es la ineficacia, la esterilidad del revolucionario de mañana.

¿Quién fue, por ejemplo, Emilio Castelar? Nadie sabe nada, y, lo que es peor, nadie quiere saber nada. Castelar, sin embargo, fue el español más famoso del siglo diecinueve y uno de los hombres más famosos de Europa en su tiempo. Víctor Hugo, en el pináculo de la gloria, le trataba como a un igual; Renán le solicitaba como conferenciante por encargo de los centros más ilustres; Gambeta escuchaba sus consejos; Mazzini le llamaba hermano y Garibaldi le saludaba con su espada de redentor de pueblos. La Cámara italiana, al advertir su presencia en la tribuna pública en una memorable sesión, le tributó un homenaje que fue verdaderamente una apoteosis. Todavía se encuentra uno, al recorrer las grandes ciudades de Europa, la calle de Castelar. En la América del Norte era escuchado como un profeta. Cuando el insigne orador pronunciaba uno de sus grandes discursos, los corresponsales americanos en Madrid, para no ser adelantados por otros en el telégrafo, transmitían a sus periódicos versículos de la Biblia mientras llegaban las primeras cuartillas de la Cámara.

Bien se comprende que esta reputación universal no podía corresponder sino a un hombre universal. Y lo era el gran español. Lo era por su espíritu universal, por su cultura universal, por su palabra universal. Castelar no era un orador; era el orador. No tenía el aticismo de Demóstenes ni la concisión de Cicerón; pero unía a la gracia griega y a la rotundidez latina la pompa oriental. Era, más que el orador de un pueblo, el orador de una raza. Un contemporáneo suyo que puede servir como testigo de mayor excepción, porque no era un orador, sino un escritor, el insigne Benito Pérez Galdós, define de este modo el arte del excelso tribuno: "La crítica de éste es fácil, porque basta oírle una vez para juzgarle. No hay que examinar si tiene esta o la otra cualidad, porque las tiene todas. No hay que examinar si es más fuerte en tal o cual terreno, porque bien claramente se advierte que en todos ellos es por igual grande y poderoso. Subyuga con la elevación del pensamiento, embelesa con la expresión, y, por tenerlo todo, es maestro hasta en las menudencias de la polémica. Castelar recibió de la Naturaleza todas, absolutamente todas las facultades que se necesitan para conmover y persuadir por medio de la palabra humana. Es el orador por excelencia, compendio y suma de todas las variedades riquísimas del arte de hablar; sabe elevarse como nadie a alturas tales que la imaginación de sus oyentes apenas puede seguirle; sabe descender a las particularidades del análisis; sabe emplear según lo pide el desarrollo de su plan oratorio los acentos más patéticos y enlazarlos con los más familiares por transiciones cuyo secreto tiene él solo; posee la grandilocuencia, la riqueza descriptiva, la elegancia, la gracia, y lo mismo maneja el apóstrofe que el chiste".

Y esta palabra prodigiosa obedece sobre todo a dos impulsos y  responde a dos amores: España y la libertad, España como tema literario y como tragedia viva; España dolor, remordimientos, ilusión, esperanza, ideal. España entera, desde Covadonga y San Juan de la Peña, a través de los campos de Villalar, hasta Gerona y Cádiz. Todo el espíritu español: la Canción de Gesta, el Romancero, los místicos, los maestros de la novela y del teatro, los grandes pensadores políticos. Toda la Historia de España: la formación de la nacionalidad en la gran crujía de Occidente, laberinto de rutas y crisol de civilizaciones; la Reconquista, el espíritu municipal, las Cortes, el descubrimiento de América, la supremacía y la universalidad de la idea española, el repliegue al glorioso solar después de la dilatada expansión, la Independencia, las luchas por la libertad, los héroes y los mártires de la revolución española. Toda el alma de España: el carácter, rebelde a la servidumbre; la religión, intolerante, fanática; la justicia, seca y ardiente; el arte, realista, descarnado, humano hasta la inhumanidad; la poesía, refractaria al dulce lirismo, que se refugia en las lenguas, catalana y gallega, vibrante en la trompa épica; la música, lánguida y monótona, o bélica y estridente. Todos los pueblos de España: los vascos y los andaluces, los almogávares de Oriente y los tercios de Flandes, los aragoneses y los catalanes de Italia y los castellanos de América. Todas las civilizaciones de España: la catedral, la mezquita y la sinagoga; las agujas aéreas de León y de Burgos y los arabescos de Granada y Sevilla; los doctores de Salamanca y de Alcalá y los rabíes de Córdoba y de Toledo. Todas las razas de España, las dominadoras y las vencidas y proscritas. Los moros y los judíos, arrojados de la patria, tienen un reflejo en la pompa asiática y en la cadencia africana del gran orador. Los zocos de Marruecos se hubieran estremecido al conjuro de su palabra mágica lo mismo que las muchedumbres peninsulares. Así España le dio, generosa, lo que él le había pedido al declinar su vida: "Un sepulcro honrado y bendecido, donde le pusieran de modo que pudiera besar, con sus labios, yertos y fríos, la tierra nacional".

España y la libertad. Todas las libertades: la libertad religiosa y la libertad política; la libertad civil y la libertad económica. La libertad para todos: para los obreros y para los burgueses; para los creyentes y para los ateos; para los tradicionalistas y para los revolucionarios. Para todos la libertad y la ley. Castelar es el optimismo liberal, la fe en la humanidad y en la civilización. Fue un vidente de la catástrofe de 1914 y un profeta de la unidad democrática del mundo, frustrada en la Sociedad de Naciones y en marcha, en medio de los horrores de la guerra, hacia una organización superior. No podía dudar de la libertad de los pueblos quien presenció la redención de los siervos y la emancipación de los esclavos. Y no podía dudar de la patria quien la sentía vinculada a su estirpe en la inmortalidad y en la gloria.

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