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Los trece puntos de la República, por Diego Martínez Barrio (Abril 1938)

Diego Martínez Barrio

Diego Martínez Barrio

Desde el comienzo de la rebelión militar se produjeron en España, paralelamente, dos hechos que han rendido importantes consecuencias. 

Uno, la campaña de calumnia y difamación organizada por los facciosos, con el auxilio de los diplomáticos desertores de su deber y con la propaganda de la prensa reaccionaria internacional, y otro la corriente de unidad interior que, en ascensión constante, se impuso a los intereses particularistas de las organizaciones sindicales y de los partidos políticos. 

Trabajo, y no flojo, ha sido el de invalidar y destruir las leyendas difamatorias, tanto por los resortes eficaces que utilizaba el enemigo, cuanto por la tradicional altivez de nuestro pueblo que, al sentirse calumniado, reaccionó como en otros momentos histéricos, envolviendo en el mismo desdén a los calumniadores y al público asombrado y engañado que les daba crédito. 

Tampoco tuvo fácil camino la unidad del esfuerzo español. Durante mucho tiempo los partidos antepusieron posibles problemas de postguerra, basados en una rápida paz victoriosa, a los de la guerra larga y difícil, expuesta a las más duras alternativas. 

Ambas gravísimas dificultades fueron, por fin, remontadas. La unidad sindical y política encontró, en el Comité renovado del Frente Popular, su órgano natural de expresión, y la campaña injuriosa de los facciosos quedó desnuda de la cabeza a los pies. 

El momento psicológico de articular y promulgar los fines de la guerra había llegado. Antes, cualquier declaración programática habría carecido del pleno asentimiento colectivo de las fuerzas políticas y sociales del país y de una acogida benévola en el anterior. Ahora, no. El primer éxito de la declaración oficial de los fines de guerra, a nombre de España, fue, pues, evidentemente, el de la oportunidad. Mayor espanto me causan los gobernantas que se retrasan que los que se anticipan, aunque en las manos de unos y otros se malbaraten, por lo general, todas las empresas políticas. Duele confesarlo, pero es lo cierto que el saber hacer encuentra mejores modos de expresión en el hombre azotado por el vendaval de la calle, que en el prisionero de su vida interior, ágil sólo para la especulación doctrinal aplicable a mundos y tiempos imaginarios. 

La oportunidad de una declaración política no es, por sí misma, factor exclusivo del éxito. Pueden malograrse los efectos por la desproporción entre los fines que se propongan y los medios que se utilicen. En este caso el conjunto reflejó las previsiones gubernamentales. Es por ello que sin hipérbole cabe atribuirle la eficacia el país deseaba y la necesidad exigía. 

Acierto esencial. Los fines de guerra se mantienen en el marco estricto de la Constitución republicana. Ni lo rebasan ni lo reducen. A muchos les sonará a música nueva esta ratificación de declaraciones constitucionales del año 31, pero es que la Constitución tan denostada algún día, goza hoy del prestigio del bien perdido, y en todos los corazones vive anhelante el deseo su recobro. 

¿Se reduce tal estado de ánimo a los españoles que pueblan el territorio leal? No. Sin alardear de perspicaces, es visible que retorno a la legalidad constitucional tiene en el campo enemigo numerosos partidarios, que han contrastado en el yunque de la realidad los errores y flaquezas de su vieja fe. Quizá la hora de la demostración esté aún lejana, pero cuando llegue y el pueblo español sea consultado, con toda clase de garantías, al objeto fijar definitivamente su destino político, el deseo de pacificación subyacente en la conciencia general, estallará clamoroso, rubricando la previsión y perspectiva histórica de los gobernantes, republicanos. Cualquier otro intento, opresivo y parcial, al dejar la pugna sangrienta en pie, carecería de eficacia. España está luchando, más que por la conservación de las cosas presentes, por la conquista del porvenir, y de modo singular por la base jurídica de equidad que reconozca las realidades políticas, económicas y espirituales del pueblo. 

Ese sentido es el que fluye principalmente de la declaración de los fines de guerra, proclamados por el Gobierno de la República. La existencia de España, hogar independiente e inviolable de lodos los españoles, y la permanencia de su régimen político al servicio del interés general. 

A la adhesión entusiasta del país se ha unido el aplauso de ¡a opinión extranjera. Se sabe ya ¡o que queremos y a dónde vamos, sin que campaña alguna maliciosa pueda escamotear o de figurar la verdad. Triunfo resonante de unos métodos de gobierno que han sabido articular con sencillez y claridad los deseos y la voluntad inequívoca del pueblo español, proclamándolos a la faz del mundo en el instante que todos los ojos estaban preparados para mirar y todos los oídos abiertos para oír. 

He aquí una gran batalla política ganada y una etapa, la más fundamental de la guerra, desarrollada y cubierta.

Diego Martínez Barrio, Presidente de las Cortes españolas.

Artículo publicado en 'Nuestro Ejército: revista militar de abril de 1938'

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